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A los 88 años murió Francisco, el Papa argentino que cambió la historia

A los 88 años falleció Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa sudamericano y jesuita de la historia. Su figura, atravesada por una fe inquebrantable, un espíritu reformista y una vida entre la humildad evangélica y los recovecos del poder, marca una era de profundas transformaciones en la Iglesia y el mundo.
La madrugada del 21 de abril de 2025 cerró un capítulo mayúsculo en la historia contemporánea: murió el Papa Francisco. A las 2.35, en la residencia de Santa Marta, su corazón —el mismo que batía al ritmo de las calles porteñas— dejó de latir. Su figura, de resonancia global, generó adhesiones fervientes y críticas severas, pero jamás pasó desapercibida.
Nacido en 1936 en el barrio de Flores, Jorge Mario Bergoglio emergió de una familia trabajadora de inmigrantes italianos con un arraigo católico profundo. Su biografía, lejana de los fastos clericales tradicionales, transitó la calle, el laboratorio y el aula antes que el púlpito. Técnico químico de formación, seminarista por vocación, sacerdote por destino.
Ordenado en 1969, su carrera eclesiástica se entrelazó con los avatares de la Argentina convulsionada. En los oscuros años de la última dictadura militar, su rol como superior provincial de los jesuitas fue tan polémico como decisivo. Si bien se lo ha acusado de omisiones, también es cierto que protegió y asistió en la huida de perseguidos por el régimen. Un equilibrio complejo entre la diplomacia silenciosa y la compasión activa.
Ya en su consagración como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio se convirtió en un símbolo de austeridad y compromiso social. Renunció a los lujos del cargo, recorrió villas, habló con cartoneros y visitó enfermos. Fue este estilo pastoral, despojado y directo, el que enamoró a los cardenales que lo eligieron en 2013 como el primer Papa del hemisferio sur.
Francisco no solo rompió el molde por ser el primer pontífice latinoamericano y jesuita; también lo hizo con su agenda reformista. Promovió cambios estructurales en la Curia romana, denunció el clericalismo, abordó sin eufemismos el flagelo de los abusos sexuales dentro de la Iglesia y abrió debates incómodos sobre el rol de la mujer, el celibato y la inclusión de personas LGBTIQ+. Su voz, a menudo incómoda para los sectores conservadores, también fue firme en la denuncia del capitalismo salvaje, el extractivismo y la devastación ambiental.
No obstante, su pontificado no estuvo exento de controversias. La reforma vaticana fue parcial y muchas veces frenada por los propios mecanismos internos de la institución. Su intento de equilibrar tradición y apertura generó tensiones irreconciliables con sectores ultraconservadores, mientras que los más progresistas le reprocharon tibieza en cuestiones clave.
En el plano político, Francisco fue un líder influyente. Su opinión pesó en la geopolítica internacional, aunque su relación con el gobierno argentino —de distintos signos— fue siempre ambigua. No volvió a su país como Papa, una ausencia que fue tan comentada como simbólica. Algunos vieron en ello una distancia estratégica; otros, una herida no cerrada.
El hombre que eligió llamarse Francisco en honor al santo de Asís —símbolo de pobreza, paz y ecología— encarnó un papado entre el testimonio y la contradicción, entre la renovación y la persistencia de estructuras anquilosadas.
Francisco deja un legado denso y multiforme. Será recordado como el Papa que habló el idioma del pueblo, que le devolvió al Vaticano una dimensión humana y que intentó, no sin resistencia, reformar una institución milenaria desde adentro. Su muerte cierra un ciclo histórico: el de un pontífice que vino del sur global para sacudir el trono de Pedro, con un mensaje de fraternidad universal y una mirada lúcida sobre las injusticias del mundo.
A partir de ahora, el desafío será doble: preservar sus conquistas sin idealizaciones y aprender de sus límites sin condenas. Porque en Francisco convivieron, como en todos los grandes hombres, la luz del ideal y la sombra del tiempo que le tocó vivir.